Sería difícil decir que casi nadie nos comprendía sin caer en el arquetipo de “rebelde sin causa”, en cierto modo nuestra causa duró poco tiempo y preferimos refugiarnos en los tebeos, los Madelmans, el fuerte Comansi y los diálogos de Pipi Calzaslargas.
De todo aquello, del aroma, luz y sonido de nuestros primeros días podríamos realizar un estudio cronológico de cada uno de los elementos que nos acompañaron como un salvavidas durante el difícil naufragio de la niñez, o quizá abrir una caja oxidada de ColaCao y ordenar una vez más los cromos, enrollar la cuerda del yo-yo y la baldufa, sujetar los lápices de colores y retirar las telarañas de un tesoro que solo apreciamos o somos capaces de apreciar nosotros mismos.
Todo eso podría quedar enterrado en las arenas del tiempo sino volviéramos a hablar de ello. Sino tuviésemos la capacidad de regresar a la hora del patio, el serrín de los días de lluvia, la disciplina de la regla de madera y las proyecciones en blanco y negro. Mucho antes del DVD, el CD, Internet y las pantallas de plasma, nuestra vida fluía a través de 2 únicos canales de Televisión, sin mando a distancia ni surround ni tecnología digital, y éramos “ingenuamente” felices con muy poco.
Sería difícil comprender hacia dónde vamos si olvidamos de dónde venimos. Nuestra infancia dio para mucho, porque todavía hoy nos alcanza con algún inesperado recuerdo. Quizá resulta ridículo hablar hoy de lo que nos emocionaba entonces, porque ya ha pasado mucho tiempo y la vida ha cambiado, nosotros ya no somos aquellos niños, o quizá sí y la suma de todos los días que nos distancian desde finales de los 70 hasta la futurista cifra de 2020.
Es fácil olvidar muchos detalles, pero en síntesis hemos salvado lo esencial. La oportunidad del reencuentro, la de avivar la llama al reunirnos de nuevo con nuestros amigos de la infancia.